Pinzón by María Jesús Domínguez Sío

Pinzón by María Jesús Domínguez Sío

autor:María Jesús Domínguez Sío [Domínguez Sío, María Jesús]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2021-02-26T00:00:00+00:00


¡TIERRA!

A la mañana siguiente, llegado el gran momento, se metieron en la barca armada los tres capitanes, revestidos con las galas venidas en los arcones para la ocasión. Colón, amante de la pompa y el ceremonial, se había preocupado de encargar al mejor sastre de Sevilla el uniforme de almirante, de paso que pedía a los almacenes del opulento Juanoto Berardi las muestras de especias para compararlas con las halladas en Indias. Vestido de escarlata, color correspondiente a su reciente rango, en calzas, sayo y capote, coraza al pecho, al cinto la espada ancha y corta de los capitanes de la mar, y en su mano derecha, el estandarte real; los Pinzones, de casco, coraza y rodela, enarbolaban dos banderas de la Cruz Verde, que antes habían ondeado en los tres navíos, con una F y una Y debajo de la correspondiente corona. Algunos llevaban espingardas al hombro, además de espadas, ballestas y lanzas, como armamento disuasorio. Todos eran hombres barbados, según costumbre marinera de sentido común, para evitar los cortes en el bamboleo del barco y por la existencia de un solo barbero en la armadilla, enrolado más que nada como cirujano auxiliar del físico.

Al poner pie en la isla, Cristóbal Colón, ya imbuido del espíritu del almirantazgo, hincó la rodilla en tierra y besó el suelo, emocionado hasta las lágrimas. Los demás hicieron lo propio. El almirante con la desnuda espada en una mano y la real enseña en la otra, llamó como testigos en torno suyo a los dos capitanes, a Rodrigo de Escobedo, escribano de la armada, al veedor Rodrigo Sánchez de Segovia y a todos los demás de la barca para que diesen fe del hecho. Se procedió entonces a bautizar la isla, en nombre de los monarcas castellanos, como San Salvador, y a cortar algunas hierbas y ramas de árboles en señal de toma de posesión efectiva. Acto seguido, Colón exigió juramento de obediencia a su poder vicario de almirante y virrey. Las tripulaciones seguían a lo lejos todo el ritual, asomadas a las bordas, partícipes de la ceremonia y del júbilo de sentirse a salvo.

No muy lejos, los indios se habían refugiado en el bosque al ver a unos hombres blancos como cadáveres, con barbas sin mondar y cubiertos de tela descender de unos montes con alas, ligeros de maniobra pese a su enorme tamaño. Se fijaron en que todos llevaban el mismo brillante talismán colgante de la cintura y sintieron el temor que los llevó a esconderse. Pero al verlos arribar en las barcas y constatar que no los perseguían, los indígenas se fueron acercando con asombro, curiosidad y sacra reverencia. Pronto comenzaron a tocarlos para verificar su naturaleza y, reconociendo la autoridad por sus ropas o ademanes, iniciaron la verificación por el almirante y los Pinzones quienes, indicando a la tripulación el modelo de comportamiento, sufrían el manoseo condescendientes y olímpicos. Desde ese primer contacto, los habitantes naturales del lugar vieron a los recién llegados como dioses, descendidos de las nubes en las canoas aladas.



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